Filosofía en tiempos de pandemia

Aristóteles decía lo siguiente: “El objetivo del arte es representar no la apariencia externa de las cosas, sino su significado interior”, pues bien, en la espléndida imagen que capturó Fernando Piciana –que gentilmente cedió para este artículo– observo que en ella se esconden muchos significados no explicitados acerca de los cuales es sumamente necesario reflexionar, sobre todo en tiempos de pandemia. De allí la genialidad de Fernando en la toma de su imagen, y de la inestimable ayuda de la polisemia del arte que obra como disparador de estas líneas.

La pregunta ante esta crisis inaudita del COVID-19 nos lleva a preguntarnos acerca del papel que puede jugar la filosofía en un momento en que la humanidad ha alcanzado la posibilidad técnica de una destrucción total del planeta. ¿Cuál es la tarea propia del pensar en la era atómica? ¿Cómo liberarnos de la opresión tecnológica y restablecer los lazos perdidos con la naturaleza?

¡Muchas de las respuestas se revelan si ejercitamos un poco de introspección observando esa foto! Allí se ve una rama, vulnerable, ¡frágil… pero aún viva! Que a pesar de todo se erige incólume frente a un futuro incierto, borroso.

Píndaro –aquel excelso poeta griego que habló de la excelencia humana– decía que todas las personas eran como una planta joven, (como la de la foto) que crece en el mundo débil y quebradiza, en necesidad constante de alimento exterior.

En esta frase se trasluce parte de nuestra humanidad. Somos capaces de construir, edificar, destruir con nuestras propias manos; pero hay un componente de fortuna que nos es externa y ajena. Hay algo (aunque lo deseáramos) que no podemos manejar o siquiera controlar.

Esta pandemia –con sus perfiles mundiales– ha desnudado nuestra finitud, ya que a pesar de las ensoñaciones que produjo la razón, somos frágiles y vulnerables. Somos seres en constante despedida (Reiner Maria Rilke), nos dimos cuenta que no tenemos soluciones para todo lo que nos ocurre en la vida, porque llegamos demasiado tarde y nos vamos demasiado pronto.

De allí el desafío del pensamiento de hacer filosofía en un mundo en crisis y en constante advenimiento.

Cuentan que Heidegger, había hecho inscribir en la puerta de su casa en Selva Negra una frase de Heráclito (para muchos el obscuro) que decía: “El relámpago lo dirige todo”. Pensemos en la experiencia del relámpago y su relación con esta pandemia, especialmente cuando aparece en todo su poder en la noche. En un momento todo es visible gracias a la luz más deslumbrante, y en el momento siguiente todo se hunde en la noche más profunda.

Esto es lo interesante de la crisis de la humanidad reciente, su fuerza iluminadora repentina, que devela nuestra dependencia y fragilidad.

Ahora bien, si asumimos nuestra condición de seres contingentes, ¿cómo modifica esto nuestro mundo, nuestras preferencias, nuestras acciones?

En primer lugar, sabiendo que inevitablemente somos seres hacia la muerte, y siendo esta experiencia intransferible –dado que nadie puede morir por nosotros– debemos preocuparnos en base a que estándares vivimos. De allí el surgimiento de la ética.

Y segundo, repensar nuestra fragilidad y dependencia. Sabernos que somos como la rama de la foto de Fernando. Somos seres racionales, pero dependientes. Dependemos del ambiente, del agua, de nuestra casa común, y de todos los seres que habitan en ella.

En este marco valga aquí la pregunta retórica veterotestamentaria (del Antiguo Testamento): ¿Acaso yo soy el responsable de mi hermano? (Gen 4.-9), respondemos indudablemente sí. Pero, ¿quién es mi hermano? ¿O quién es mi prójimo? (Lucas 10,25-37)… la humanidad toda.

Aun muchísimo antes de aquellos episodios bíblicos Diógenes Laercio respondió en el mismo sentido cuando le preguntaron por su origen y sus deberes para con sus hermanos: “Soy ciudadano del mundo”; denotando que sus obligaciones se extendían más allá de su familia y de su patria, y tenía como beneficiarios a todos los hombres de buena voluntad.

Esta es la clave epistémica ante este nuevo mundo que se inicia con avance del virus COVID-19. Capacidad de pensar para tratar los problemas globales.

Un pensar globalizado debe estar alejado de los nacionalismos, y más cerca de los problemas universales. Y debe prepararnos para recibir una educación más centrada en problemas que nos aquejan a todos, sin distinción de sexo, nacionalidad o religión. ¿Acaso al aire y al agua le importan las fronteras nacionales?

Este hecho tan simple puede servir para que los niños aprendan a reconocer que, nos guste o no, vivimos en un mundo en el que los destinos de las naciones están estrechamente relacionados entre sí, en cuanto se refiere a las materias primas básicas y a la supervivencia misma. La contaminación de las naciones del tercer mundo como la nuestra, que intentan alcanzar un elevado nivel de vida, acabará –en algunos casos–, depositándose en el aire de las más avanzadas contaminaciones.

Sea cual fuere la explicación que finalmente adoptemos sobre estas cuestiones, cualquier deliberación que se precie de inteligente sobre la ecología (como, también, sobre el abastecimiento de alimentos, salud global y la población), requiere una planificación global, un conocimiento global y del reconocimiento de un futuro compartido.

Pero convertirse en ciudadano del mundo resulta a menudo una empresa solitaria. Es, como sostuvo Diógenes, una especie de exilio: un exiliarse de la comodidad de las verdades locales; del cálido y acogedor sentimiento patriótico; del absorbente dramatismo del sentirse orgulloso de uno mismo y de lo que es propio.

El fracaso de la globalidad hasta ahora se dio porque el patriotismo está lleno de colorido, intensidad y pasión; mientras que el cosmopolitismo parece tener que enfrentarse a la ardua tarea de excitar la imaginación. Hasta que una pandemia originada en China toca nuestras puertas.

No en vano Ulrich Beck en su famoso libro La sociedad del riesgo: hacia una nueva modernidad –escrito en 1986–, manifestó que los problemas serán tan grandes, tan enormes, que no podrán ser resueltos en la esfera nacional, Fukushima, el terrorismo, son prueba de esto.

Hasta ahora, todo el sufrimiento, toda la miseria, toda la violencia que unos seres humanos causaban a otros se resumía bajo la categoría de los «otros».

Ha llegado el final de «los otros», el final de todas nuestras posibilidades de distanciamiento, tan sofisticadas; un final que se ha vuelto palpable con esta pandemia. Se puede dejar fuera la miseria, pero no los peligros que engendra este virus.

Ahí reside la novedosa fuerza cultural y política de esta era. Su poder es el poder del peligro que suprime todas las zonas protegidas y todas las diferenciaciones de la modernidad. Su característica es el miedo y no las diferencias estamentales que pudieran existir.

El miedo construye muros como los que vimos últimamente tapando el acceso de nuestra ciudad y genera la ruptura de la solidaridad entendida en el mejor sentido. No podemos ni debemos tratar de encontrar soluciones solipsistas (solamente yo existo), sino colectivas.

De ahí que sería una verdadera tragedia para nosotros que el aislamiento social y preventivo, deviniera en un aislamiento emocional e intelectual en busca de soluciones individuales; en vez de pensar salidas que incluyan a toda la humanidad.



Juan Ignacio Weimberg
Abogado y Filósofo del Derecho

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